dijous, 2 de juliol del 2009

Apostillas sobre capitalismo, consciencia de clase y enfermedades mentales.

SALVADOR LÓPEZ ARNAL

Me han gustado e interesado mucho las reflexiones de Joan Tafalla y Antonio Cuevas sobre la entrevista con Guillermo Rendueles. He aprendido (y he sentido) con ellas.
Tiene razón Joan Tafalla cuando recuerda (y critica) duros y desinformados comentarios de trabajadores y líderes obreros sobre la vulnerabilidad psíquica de ciertas personas. El comentario por él reproducido -que yo también he oído en más de una ocasión, incluso a mi padre- no sólo era fruto del malestar laboral, de la explotación a la que se veían sometidos esos mismos trabajadores, sino de una cultura masculina que asociaba consciencia, lucha y organización, no ciertamente con una voluntad de poder, pero si acaso con una voluntad férrea. Eran hombres de hierro, de acero, metales, todos ellos, disueltos frecuentemente cuando irrumpía una ocasión inesperada en conglomerados líquidos o gaseosos, como suele decirse ahora.
Y tiene razón igualmente Joan cuando afirma, con prudencia, él es siempre un comunista prudente, doble y excelente condición, que la lucha de clases explica muchas cosas pero que no lo explica todo. No explica que nos emocione un poema de Cernuda, la novena de Beethoven, el tercer movimiento especialmente (sí, como a Hitler… y como a Ken Loach: My name is Joe), el teatro-danza de la malograda Pina Bausch y, si me apuráis, el “TAKE THIS WALZ”, aquel inmenso poema de Lorca, cantado como nadie ha cantado ningún poema por Leonard Cohen. No todo se explica por la lucha de clases, aunque el arte pueda estar atravesado por aristas clasistas; sin duda. Es el ABC de la estética marxista.
Tampoco, sin más mediaciones, la lucha de clases explica las enfermedades mentales, como tampoco explica por cierto todas la aristas de las enfermedades no mentales. Algunas sí desde luego. Mi madre murió, enferma, antes de la cuenta porque trabajó veinte años en cadenas y en la limpieza de váteres y su salud, lógicamente, se resintió. No era, no aspiraba a ser ninguna obrera de mármol. Joan Benach, un científico rojo al que deberíamos explotar afablemente más (¿Por qué no unas jornadas Espai Marx sobre salud y desigualdades sociales?) lo ha probado y estudiado por activa y por pasiva: los pobres no sólo viven peor sino que, además, viven menos, bastante menos. Doble estafa: en cantidad y cualidad. Dialéctica, esta sí, en estado (im)puro.
Ciertas enfermedades mentales, la esquizofrenia es un ejemplo -una enfermedad que afecta, según cálculos al 1 por 100 de la población (mi hijo la padece, por ejemplo, y con él medio millón de personas más en Sefarad)- parece tener una etiología genética aún no dominada. Hoy en Público aparece un artículo sobre el tema por si alguien leerlo: Daniel Mediavilla, “La esquizofrenia es una suma de cambios genéticos”, página 37. No veo como relacionar causalmente, y sin muchos eslabones, una instancia –“el capitalismo”- y una consecuencia –“la esquizofrenia”.
Lo cual, en mi opinión, no significa que la lucha de clases no juegue su papel. Lo juega. ¿Dónde? En una arista esencial: una sociedad justa debe centrar su mirada en los desposeídos, en los más vulnerables, en los que sufren más. Y los enfermos mentales, no todos desde luego, es un sector que entre todos, no sólo las familias afectadas, no hablo ahora por mí como es obvio, deberíamos cuidar, ayudándoles, cuando es el caso, a que ellos mismos se cuiden en la medida de sus fuerzas no siempre sobrantes les permitan. Ganarían ellos y, si me permitís, ganaríamos nosotros. ¿En qué? Suena a fotonovela simple pero lo escribiré: en humanidad. Ese trato nos haría más humano. Las mujeres suelen serlo, suelen ser más humanas, porque cuidan y han cuidado más.
Y, desde luego, como apunta Joan, a un esquizofrénico no se le puede decir que se apunta en Espai Marx o en un colectivo revolucionario para curar su enfermedad. Nadie se atrevería a formular la primera sílaba de esta proposición; nadie que pensara con su propia cabeza y sin esquemas previos no analizados.
Lo cual, como también apunta Joan, no significa que las condiciones económicas, sociales, culturales, no posibiliten en mayor o menor medida la irrupción y desarrollo de ciertas enfermedades. No puedo argumentarlo con seriedad pero yo no tengo ninguna duda que la derivada cultural, social, del capitalismo postmodernista enferma crecientemente a las ciudadanías.
Un ejemplo simple y autobiográfico. Yo estuve deprimido y me traté clínicamente durante un año y medio (de ahí, obviamente, no se infiere que mi hijo haya heredado su enfermedad de mi genoma. Hablamos de cosas muy distintas). Fue un pozo negro. No fue fácil. Si yo estuviera ahora en paro, o en precario, o trabajando duramente, o con un mando despótico, en mis circunstancias actuales, es muy probable que la depresión tomara el mando de mi cuerpo almado, débil como el de casi todos. No creo que sea sociologismo barato o politicismo estrecho afirmar una cosa así. Pero, lo admito, no sabría argumentarlo mucho mejor.
También Antonio Navas señala cosas de enorme interés. Esta por ejemplo que enriquece las afirmaciones de Joan: “Tienes razón en que no se puede decir a ciertos enfermos mentales que la solución a sus problemas está en el compromiso político o en al reconstitución de la cultura material que alguna vez ordenó sus vidas, especialmente si estos son esquizofrénicos, maníaco-depresivos, una niña anoréxica, o aquellos que padezcan algunos otros trastornos mentales muy graves”. No se puede decir y bien pensando, cara a cara, nadie lo diría.
Apunta Rendueles, señala Antonio, que algunas modificaciones en su tratamiento farmacológico son innecesarias o escasamente justificadas, “pero ni siquiera erróneas desde un punto de vista médico, tan sólo algo forzadas por intereses comerciales”. El paso no es claro en mi opinión. ¿Forzadas comercialmente pero no erróneas? ¿Gastos innecesarios, variantes de lo mismo, que no perjudican? Es posible pero también es posible recordar otras situaciones.
Una monja benedictina, Teresa Forcades i Vila, lo ha hecho a propósito de una supuesta enfermedad orgánica, no estrictamente psíquica. Expongo el caso brevemente; lo tenía escrito para otra cosa:
El caso de la denominada “disfunción sexual femenina” (DSF) ilustra poderosamente sobre la imbricación de grandes corporaciones, profesionales científicos, estudios y congresos de investigación, pero también sobre el importante, sobre el decisivo papel de la regulación pública y de la consciencia crítica de las comunidades científicas .
En 1998, Pfizer, la principal compañía farmacéutica de Estados Unidos comercializó Viagra, un tratamiento para la disfunción sexual masculina, concebida ésta como disminución o desaparición de la capacidad de erección. Tres años más tarde, en 2001, se calcula que a más de 17 millones de hombres en el mundo se les había recetado el medicamento. Su volumen de ventas superó ese mismo 2001 los 1.500 millones de $USA. Con el nuevo producto, Pfizer había superado los criterios de definición de un “blockbuster”, un fármaco con un volumen de ventas superior a los 1.000 millones de dólares o euros. Una pregunta se impuso inmediatamente en las mentes de los directivos de la gran corporación: ¿y si fuera posible conseguir un éxito semejante con un producto afín dedicado a las mujeres? El problema residía en que aparentemente existía un criterio claro para poder diagnosticar disfunción masculina, pero en el caso de las mujeres eran más difícil, mucho más difícil, definir la disfuncionalidad y, sobre todo, cuantificarla y evaluarla objetivamente. ¿Cómo se consiguió? Esta es la historia que cuenta la doctora y teóloga Teresa Forcades i Vila.
En 1997, antes de que Viagra irrumpiera en el mercado, tuvo lugar en Cape Cod (Nueva York) el primer encuentro de especialistas médicos dedicado a determinar el perfil clínico de la DSF. La iniciativa, la organización y financiación del encuentro corrieron a cargo de nueve compañías farmacéuticas preocupadas por la inexistencia de una definición de este supuesto trastorno. Fueron los promotores, las grandes corporaciones, quienes eligieron entre sus colaboradores las personas que podían asistir al encuentro, cuyo objetivo no fue ocultado esta vez: diseñar una estrategia adecuada para crear una nueva patología funcional a los intereses económicos de la industria farmacéutica.
Un año y medio más tarde, en 1998, se celebró en Boston la primera conferencia internacional para la elaboración de un consenso científico sobre la DSF. Esta vez fueron ocho las compañías farmacéuticas que financiaron el encuentro. Dieciocho, el 95%, de los diecinueve autores de la nueva definición de la noción admitieron tener intereses económicos directos con estas u otras compañías del sector.
En 1999, apareció en la revista científica JAMA un artículo titulado “Disfunción sexual en EEUU: prevalencia y variables predictivas”. En él se aseguraba que un 43% de la población femenina adulta de Estados Unidos tenía esta disfunción, sufría de esta enfermedad siguiendo la definición del congreso de Boston financiado por las ocho empresas farmacéuticas. Los pasos para delimitar la población enferma, señala la doctora Teresa Forcades, fueron los siguientes: se elaboró una lista de siete problemas; cada uno de ellos era suficiente para justificar el diagnóstico de disfuncionalidad si se había presentado durante dos meses o más en el último año; se pasó el cuestionario a unas 1.500 mujeres; se evaluaron de tal forma que responder afirmativamente a alguna pregunta era suficiente para identificar positivamente la enfermedad; se generalizó la muestra y de ahí el 43% resultante.
Uno de los items era la ausencia de deseo sexual, de tal forma que, independientemente de cualquier otra consideración, si una mujer había manifestado ausencia de deseo durante dos o más meses, automáticamente quedaba etiquetada de disfuncional y contabilizada como tal. No importaba, por ejemplo, si esa mujer estaba atrapada en una relación infernal, había sufrido una pérdida muy importante o alguna circunstancia similar. Nuevamente, dos de los tres autores que firmaban el artículo tenían nuevamente intereses económicos con laboratorios farmacéuticos.
En octubre de ese 1999 tuvo lugar el tercer encuentro sobre el tema. Fue esta vez la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston la que organizó la reunión. Dieciséis compañías farmacéuticas fueron esta vez las organizaciones financiadoras. La mitad de los asistentes admitieron tener intereses económicos con esas corporaciones. De este encuentro surgió el “Fórum para la Función sexual femenina”. En él se celebraron dos conferencias sobre el tema, en 2000 y 2001, ambas en Boston, con la generosa financiación de veinte compañías lideradas por Pfizer.
Dos años más tarde, en 2003, esta manipulación de saber científico en función de intereses estrictamente comerciales fue denunciado por el científico Ray Moynihan en British Medical Journal (BMJ 2005; 330: 192-194). Los editores de la publicación recibieron setenta comentarios sobre el artículo de Moynihan: dos tercios de las respuestas fueron notas de apoyo a sus observaciones críticas y confirmaron la indignación de la comunidad científica médica ante este tipo de actuaciones y presiones, reconociendo simultáneamente que sin la interesada y nada científica colaboración de determinados médicos la preponderancia de los intereses económicos empresariales no se hubiera conseguido en este caso.
Finalmente, en diciembre de 2004, la agencia reguladora de los medicamentos en EEUU impidió que se comercializara el primer fármaco dedicado al tratamiento de la DSF, el parche de testosterona de los laboratorios Proctor y Gamble. Los responsables de los estudios clínicos que intentan probar la efectividad del parche presentaron sus estudios de forma sesgada: los beneficios eran dudosos y unos más que probables efectos secundarios eran netamente peligrosos: cáncer de pecho, enfermedades cardíacas. El parche se anunciaba con beneficios netos y riesgos nulos. Teresa Forcades i Vila concluye finalmente con admirable sensatez:
La disfunción sexual femenina (como cualquier otra enfermedad) tiene que ser estudiada en función de los intereses médicos de las mujeres afectadas y no en función de los intereses económicos de algunas de las empresas más ricas del planeta.

Intereses científicos genuinos no subordinados a poderes económicos minoritarios; políticas informadas de salud pública; veracidad en la investigación; comportamientos científicos críticos, honestos y consistentes; divulgación rigurosa del saber de las comunidades científicas; control social de las actuaciones de las grandes corporaciones e instituciones políticas,... En estos vértices centró Sacristán parte de su reflexión político-filosófica en sus últimos años. Las derrotas sufridas, la renovación y cuidado de la tradición, exigía revisar las clásicas consideraciones desarrollistas y entusiastas en torno a la ciencia, la tecnología y su positivo papel en el progreso y desarrollo las sociedades humanas. Vale la pena dibujar un esbozo de sus posiciones en el ámbito de la política de la ciencia.

Hasta aquí el caso (Quiero entrevistarla pero no se deja a pesar de que ya me ha contestado afirmativamente).
Rendueles, tiene razón Antonio también en eso, no plantea ningún distanciamiento fundamental con la psiquiatría actual. Fundamental, seguramente no, pero señala aspectos que la buena psiquiatría no siempre sitúa en primer plano o cuida con la debida atención y devoción. Todo aquello que tiene que ver con la socialización, el compañerismo, la protección, la lucha política por conseguir mejoras. Tiene razón Antonio cuando destaca el caso de Alcohólicos anónimos, destacado igualmente por Rendueles (Una reciente película de Jonathan Denme, “La boda de Charol” o similar, no recuerdo bien el título, ilustra sobre eso. Por cierto, la canción de Neil Young que canta a capella el novio a su compañera es un momento cinematográfico perfecto. Inolvidable).
El extraordinario efecto liberador que señala Antonio, sobre la mente del individuo cuando toma consciencia de las causas externas de su situación, debe ser cierto. Pero no creo que esa lucidez pueda acompañar todos los casos y sea aplicable a todas las enfermedades mentales, que, insisto innecesariamente, son mentales, en plural, no hay una sola enfermedad mental, aunque a veces tendamos a olvidarlo, juntando a con z y x y llamándoles m.
Antonio habla sobre campos de concentración. No sé suficiente para acompañarle. Sí que hay una cosa sobre la Alemania nazi que vale la pena recordar. Los nazis asesinaron no sólo a comunistas, judíos y homosexuales, sino a enfermos mentales, a hombres que jamás llegarían a ser übermensch. No eran asesinatos para ellos, eran seres mediados que no llegaban a ser hombres. La escabechina, según dicen los que saben, se centró en esquizofrénicos y bipolares. Si la enfermedad fuera estrictamente genética, creo no errar en mi razonamiento, el porcentaje de enfermos en las próximas generaciones posteriores debería ser menor por la práctica criminal seguida. No fue el caso. El porcentaje, según dicen, rozaba, se aproximaba mucho al conocido y citado 1%.
Saludos,
Salvador

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