dijous, 16 de juliol del 2009

Individualismo y delegación. Rousseau ha muerto


Amigo Joan,

aunque tarde, he leído con atención y con interés tus reflexiones al hilo de las últimas jornadas convocadas por Espai Marx sobre “Democràcia i territori”. Como no pude asistir a las mismas no soy capaz de entender hasta qué punto tu texto es la continuación de las reflexiones que allí se tuvieron colectivamente y hasta qué punto es el resultado de una reflexión particular, cerrada por ti con posterioridad. Sea como sea, te diré que me ha gustado la abundancia de metáforas, de diferente tradición, que has sabido incorporar. Y, en el mismo sentido, tu capacidad para combinar elementos formales propios de un lenguaje bíblico (léase, la travesía en el desierto) con muchos otros propios de un lenguaje militar (convertido en tu texto en una verdadera clase de historia), aderezado todo ello con pertinentes citas gramscianas. Son, en definitiva, los ropajes formales de una reflexión que muestra implícitamente tantos y tantos años de experiencia militante comunista con tantos otros años de tu experiencia como maestro. Y el resultado de todo ello es, por decirlo clar i català, un texto sugerente. Y lo digo en el sentido más literal de la palabra, es decir, hablo de un texto que me ha “sugerido” muchas cosas, especialmente preguntas, varias preguntas. Pero como alguien pintó en una pared (según recuerdo que tú contabas): “nos hemos pasado la vida buscando las respuestas cuando, en realidad, deberíamos habernos dedicado a plantear las preguntas”. Y es con ese ánimo, a partir de tu invitación inicial, que quiero compartir unas pocas reflexiones y, sobre todo, alguna que otra pregunta.

Me vas a permitir (o perdonar, según se mire) que en lugar de señalar mis acuerdos contigo insista ahora en algunas cuestiones que, a mi juicio, son relevantes al objeto de tu reflexión pero que no aparecen como tales en tu texto. Qué conste que no lo hago con el ánimo de buscar una estéril polémica (la cual, por otro lado no interesaría a nadie) sino, por el contrario, de intentar afinar en nuestra capacidad de observación y de propuestas. Y también porque aquella tradición en la que todos estábamos de acuerdo en todo con todos los camaradas (y al que no estaba, le hacíamos la autocrítica) no parece que nos haya llevado a buen puerto. Lo que sucede es que tus propuestas políticas están infladas de optimismo vital mientras que (me temo que) mis reflexiones no lo van a estar tanto.

Te diré, de entrada, que me parece que, además de los defectos que tú señalas, otro de los errores característicos de la izquierda, sin adjetivos, ha sido y sigue siendo su capacidad de “hacer de la necesidad virtud”. En este caso y dicho de otra manera: me parece que nuestra incapacidad actual de armar un movimiento social amplio capaz de enfrentarse al avance de la sinrazón capitalista (o, más modestamente, nuestra propia incapacidad para poder contribuir en cierta manera a ese objetivo irrenunciable) nos ha obligado a ir cambiando de objetivos. Quizás por eso ahora priorizamos espacios de trabajo político y social de alcance reducido, si se me permite la expresión. Y aquí me viene la primera pregunta, formulada a lo mejor como interrogación retórica: ¿no será que la proliferación de experiencias como las que compartieron con Espai Marx su trabajo en las jornadas Democràcia i territori muestra precisamente la incapacidad de los militantes de la izquierda sin adjetivos por construir algo que vaya más allá de su experiencia vital más cercana?

Sin pretender negar el potencial transformador de esas experiencias, lo que quiero señalar es que su existencia y proliferación pueden leerse también como una muestra de la derrota a la que tú mismo haces referencia. Una derrota que se ha expresado en una absoluta desconfianza hacia todo lo que suene a aparato y, por lo tanto, una apuesta por buscar refugio en lo cercano, en lo conocido, en lo más manejable. Frente al optimismo histórico de los comunistas que había caracterizado la actividad militante de varias generaciones, me parece que ahora, siguiendo la ley del péndulo, estamos inmersos en una tremenda desconfianza.

Diré también que otra de las muestras (o lecturas, o expresiones) de esa profunda “derrota” que planea en nuestras reflexiones es no sólo una marcada desconfianza hacia los “aparatos” o la “burocracia” de los movimientos o partidos que se dicen de la transformación sino, peor aún, una verdadera desconfianza hacia lo político y la política. Es decir, hacia cualquier cosa que suene a política.

Al hilo de lo que estoy diciendo, planteo otra pregunta: ¿qué ha sido del movimiento alterglobalizador? ¿Alguien lo recuerda? ¿Dónde ha quedado su potencialidad transformadora? No tengo respuesta a estas tres preguntas pero sí que me parece que fue, precisamente, su rechazo a expresarse por vías políticas (desde las vías institucionales hasta aquellas que no lo son en absoluto) el que ha marcado su eventual evaporación del espacio público. El movimiento por el movimiento se agotó. Punto y final. Algunos de sus partícipes se han encontrado y se siguen encontrando cómodos de esa manera. Y si se sienten asaltados por algunas dudas, sus seminarios con Negri y demás se las resuelven. Pero me temo que otros, los que venimos de nuestra tradición, no podemos estar tan satisfechos.

Digo todo esto porque, a mi juicio, no hemos reflexionado todavía lo suficiente sobre el contenido y las consecuencias concretas de esa “derrota”. Y, particularmente, sobre la dimensión cultural de esa famosa “derrota”. Uno de los elementos más claros (y, a la vez, para mí más preocupantes) de la derrota cultural a la que estoy haciendo referencia es la asunción de los principios individualistas propios del capitalismo, de forma generalizada. Gramsci hablaría aquí de hegemonía (y Thompson añadiría que estamos hablando de una asunción plebeya de los principios y valores propios de los sectores patricios). A mi juicio, trabajadores y sectores populares de toda condición han interiorizado un elemento central del liberalismo doctrinario (tan propio y tan pertinente, a la vez, para el desarrollo del capitalismo): la idea de que la sociedad se basa naturalmente en el principio de la responsabilidad individual. Sólo yo soy responsable de lo que me pasa. Y por lo tanto, sólo yo seré capaz de superar mis problemas.

En el mismo sentido, el éxito o el fracaso se convierten simplemente en el resultado de una actuación individual acertada o equivocada. Por lo tanto, si me va bien (si tengo éxito) es porque me lo he montado bien. Y a quién le va mal (quién fracasa) … pues es un problema suyo. Para un liberal consecuente, la sociedad ideal no es (como escribieron Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, y nos ha recordado Alejandro) “una asociación en la que el libre desarrollo de cada uno será el libre desarrollo de los demás” sino, por el contrario, el resultado de una unión amorfa donde se encuentran aquellos que han triunfado con quienes han fracasado. Y la única diferencia entre unos y otros es la que resulta de su diferente capacidad para haber sabido aprovechar las oportunidades que se presentan (y para saber convertir los retos en oportunidades). ¿No nos suena este lenguaje? Porque, como nos recordaría ese mismo liberal consecuente, “el sol sale para todo el mundo”. ¿Cómo explicar si no que ese afán especulador que buscaba un rápido enriquecimiento comprando barato y vendiendo caro en el mercado inmobiliario haya atravesado a buena parte de la población asalariada de este país, incluso a trabajadores de escasos recursos? Las oportunidades estaban ahí; no hacía falta más que aprovecharlas.

¿Por qué insisto en esta idea? Lo diré utilizando una metáfora: de un tiempo a esta parte ha proliferado una nueva profesión, el administrador de fincas. Con demasiada frecuencia los vecinos de una comunidad (de una “escalera”) prefieren delegar la gestión de las cosas comunes en ese administrador. Muchos prefieren pagar que preocuparse por lo colectivo. Mi casa empieza en la puerta de mi casa (y lo que sucede fuera, aunque sea en mi propio rellano), no me interesa directamente. Prefiero pagar y que me lo resuelva un profesional. Rousseau ha muerto. La delegación de responsabilidades se convierte en el eje central de la vida colectiva. Yo delego en el administrador, o delego en el alcalde, o delego en el gobierno, … y me dedico a lo que en verdad me importa que es resolver mis problemas. Nadie me va a ayudar. Sólo yo puedo ayudarme a mí mismo, en aquello que de verdad importa. En todo lo demás, desconfío. Y la desconfianza vuelve a aparecer otra vez, aunque aquí con otro significado.

Creo que esta “derrota cultural” (o este elemento cultural de la derrota, que aquí solo apunto) debería ser tenido en cuenta en nuestras reflexiones. ¿Por qué? Porque me parece que sin dicha idea no entenderemos por qué problemas que son (casi por definición) colectivos, sociales se han acabado convirtiendo en problemas individuales. Pienso, por ejemplo, en el problema del desempleo o de la vivienda. Centrar el análisis en una crítica a las tendencias vanguardistas (o a las hiperactivistas, tanto da) de la izquierda de la izquierda ayuda a comprender los problemas a los que nos enfrentamos y, sobre todo, el contexto en el que nos movemos. Pero creo que nos equivocaríamos si pensásemos que por debajo de esas “vanguardias” hay un pueblo que busca (y no encuentra) poder socializar sus problemas. Sé que suena más que pesimista, incluso derrotista, pero es que estoy convencido de que, desgraciadamente, la derrota cultural que hemos sufrido aparece mucho más allá de los errores tácticos que hayan podido cometer y sigan cometiendo los restos del naufragio.

No hacemos más que quejarnos de la incapacidad de estas pretendidas vanguardias políticas de conectar con los problemas sociales pero olvidamos que la derrota se ha traducido en que los trabajadores hemos interiorizado que sólo nosotros podremos resolver nuestros problemas. Por lo tanto, si pesa sobre mi vecino una orden de embargo pensaré que el problema es suyo. Y que antes de estirar más el brazo que la manga debería haber leído bien los papeles que firmaba. Pero no pensaré que el piso que compró era tan caro que tuvo que pedir una hipoteca muy alta. De hecho, si el piso sale a subasta por el banco (y yo me entero) intentaré comprarlo a bajo precio para, después, poderlo vender por mucho más.

Soy consciente que mis reflexiones tienen poco que ver con el hilo conductor de tu excelente texto La democràcia popular com a instrument i com a fi de la constitución de la classe pero muestran una idea que su lectura me ha sugerido. Marx y Engels afirmaron en el Manifiesto Comunista, hace más de ciento sesenta años, que la labor de los militantes era “constituir el proletariado en clase”. Coincido contigo en que ahora que la derrota ha destruido el proletariado como clase (desde luego, así ha sucedido tanto en Cataluña como en España) los que nos seguimos sintiendo comunistas debemos insistir en la necesidad de la democracia popular como instrumento y como finalidad para la constitución de clase. Pero siendo conscientes de que nuestra reciente “derrota cultural” ha sido tan profunda que sólo un cambio de valores en un futuro próximo (más temprano que tarde, que diría Miguel Hernández) permitirá organizar colectivamente las alternativas a la barbarie, más allá de las salidas individuales a las que unos y otros parecemos vernos abocados. Es todo.

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